“Las herramientas del amo nunca desarmarán la casa del amo” (Audre Lorde)1
Por Luciana Damiani
En tiempos de cambios sociopolíticos vertiginosos y de restauración conservadora, los feminismos —que no son inmunes — se ven atravesados por tensiones que revelan sus propias contradicciones. Desde este clima de precariedad afectiva y hartazgo simbólico, se vuelve necesario —aunque incómodo— aprender a identificar las fisuras y convivir con ciertos demonios; no desde la paranoia ni desde la lógica de la confrontación permanente, pero sí con el radar encendido. El conflicto no siempre llega desde afuera, a veces se encarna en lo familiar, en aliadxs, compañerxs o consignas compartidas.

Ana Mendieta. Untitled (Facial Hair Transplant, Moustache), 1972
Habitar hoy un feminismo puede reducirse, en algunos casos, a una etiqueta, una estética o un capital simbólico. Diferenciar la emancipación del simulacro, la complicidad de la complacencia, el deseo propio del deseo inducido por unx otrx puede parecer una tarea tan ardua como estéril. Sin pretender ofrecer respuestas definitivas me interesa abrir una reflexión, una pregunta sobre los modos en que se filtran —a veces de forma casi imperceptible— formas de obediencia cuidadosamente disfrazadas de libertad.
Los feminismos son un cuerpo político vivo que se funda en una causa común, ofreciendo múltiples perspectivas y vertientes atravesadas por tensiones y sus propias contradicciones.
Esa pluralidad de voces que encarnan distintos posicionamientos y luchas, también conlleva fragilidades; y es allí donde anidan las fisuras. Porque no todo lo que se nombra como feminista lo es en su práctica, ni toda voz que se dice aliada actúa en consecuencia.

Carolee Schneemann, detalle de Eye Body: 36 Transformative Actions for Camera (1963/2005)
Desde la hegemonía conservadora y patriarcal se ha instalado la idea de que el feminismo "se pasó tres pueblos". Esto se traduce como que el movimiento pidió demasiado, que su avance provocó la crisis de la masculinidad, el desmoronamiento de la familia, la muerte del amor romántico e incluso la fragilización de la democracia. Atribuir al feminismo este giro reaccionario que atraviesa muchas sociedades occidentales no solo resulta simplista, sino que desvía la atención de las verdaderas causas estructurales: el colapso del contrato social, el desmantelamiento del aparato estatal y el retroceso de los derechos colectivos; el racismo y sexismo institucionalizados; el fortalecimiento de una nueva élite tecnocrática y corporativa, etc.
Cuestionar privilegios nunca ha sido cómodo especialmente en un mundo construido para el confort del varón blanco, cisgénero y heterosexual. Pero quizás la pregunta no debería ser cuántos pueblos nos pasamos sino cuántos quedan por recorrer; porque incluso si es que llegamos lejos, probablemente no haya sido suficiente.
Regina José Galindo. Perra. Fotografía y performance. 2005
Hay lugares a los que ya no se puede —ni se quiere— volver, no porque estén prohibidos, sino porque para muchxs resultan inhabitables. Una vez que se devela el entramado de miserias que el hiperneoliberalismo patriarcal, racista y extractivista produce, con sus promesas vacías de libertad, su falsa moral de competencia, su disfraz de autonomía individual, su culto a la familia como orden natural y su retórica religiosa, surge el deseo de ruptura o de fuga.
Hoy vemos emerger —con estética renovada y discursos edulcorados— figuras feminizadas que actualizan antiguos mandatos. Entre ellas, las trad wives: esposas tradicionales 2.0 que entre flores secas, panes caseros y rutinas de limpieza, promueven un modelo de mujer centrado en lo doméstico, la complementariedad de roles y la satisfacción con los vínculos tradicionales y jerárquicos. En sus videos hay luz cálida, voces suaves, estética cottagecore y frases nostálgicas sobre la "feminidad perdida". Aunque estas elecciones pueden ser genuinas para algunas mujeres, su popularización masiva y estilizada tiende a reforzar expectativas limitantes sobre los roles femeninos, especialmente cuando se presentan como la forma más "natural" o "plena" de ser mujer.

Jenny Holzer. Raise boys and girls the same way. 1993
Otro ejemplo son las pick me girls, que encarnan con frecuencia una versión performática del feminismo: celebran la deconstrucción pero en la práctica refuerzan las lógicas del patriarcado que dicen cuestionar. Tienden a apropiarse del lenguaje feminista de manera superficial, al tiempo que perciben en otras mujeres una amenaza o una competencia. Hablan de empoderamiento sexual, pero muchas veces lo que encarnan es una representación del deseo tal como fue moldeado por la mirada masculina. Lo que se vende como autonomía o liberación en muchos casos no es más que una estrategia calculada para ser aceptadas dentro de un sistema que premia la docilidad y reproduce su poder a través de cuerpos y personalidades funcionales a su lógica. Estas actitudes no surgen del vacío: son respuestas a un entramado cultural que históricamente ha enfrentado a las mujeres entre sí y las ha condicionado a buscar validación. Lo que estas figuras practican es con frecuencia, competencia entre pares y complacencia hacia los varones y en sus cuerpos, en apariencia emancipados y empoderados, se reproducen y difunden mecanismos profundamente funcionales al poder patriarcal.

Barbara Kruger, Untitled (Not Stupid Enough), 1997
Como advierte Nancy Fraser, cuando el feminismo se convierte en capital cultural, deja de ser un proyecto colectivo y se transforma en una herramienta de ascenso individual. Esta advertencia no es una crítica al feminismo en sí, sino a su cooptación por parte del neoliberalismo. Fraser analiza cómo ciertas vertientes del feminismo han sido absorbidas por el discurso dominante del tecnocapitalismo contemporáneo.
Detrás de estas representaciones se esconde algo más que una preferencia
estética o afectiva. Surge una restauración del orden patriarcal que se
presenta como libre elección.

Tracey Emin en su remera 'This is what a feminist looks like' de Fawcett Society
Toda subjetividad se construye entre condicionamientos y posibilidades; cada quien es lo que puede ser, como puede ser, donde puede ser. Todxs en mayor o menor medida coqueteamos con la validación social y también, a veces, reproducimos lo que decimos combatir. Pero incluso reconociendo esa condición contradictoria, hay una pregunta que no deja de inquietar: ¿cuánto de lo que creemos desear realmente nos pertenece, y cuánto responde a lo que el algoritmo nos propone como deseable?
Angela McRobbie lo señala con claridad: el posfeminismo reconfigura la obediencia como una decisión voluntaria. Lo que antes era mandato hoy se presenta como preferencia personal. Esa sofisticación conservadora no es una anécdota: es un síntoma. La nostalgia patriarcal ha aprendido a hablar en lenguaje algorítmico, reproduciendo paradigmas que creemos elegir. Lo más inquietante es que muchas veces lo hace desde discursos que se presentan como feministas.

Anna Uddenberg. C L I M B E R (Electra) 2020
No se trata de romantizar la vida, ni de atrincherarse en la queja. Tampoco de establecer jerarquías dentro de los feminismos, ni de reducir el tan manoseado "empoderamiento" a un gesto individual, aislado o heroico. Emerge un espacio para la duda, habilitar preguntas que nos permitan interrumpir la lógica de la homogeneización. Explorar en medio del ruido, formas de existencia menos asfixiantes, como una forma de resistencia activa y sostenida.
Los feminismos no tienen ni buscan una definición cerrada. Es una forma de estar en el mundo que incomoda, que interrumpe, que se niega a aceptar sin cuestionar. Siempre habrá fisuras, derrumbes y tensiones que nos desafíen a revisar nuestras creídas certezas. Audre Lorde escribió: "las herramientas del amo nunca desarmarán la casa del amo". Desde los feminismos afectivos y expansivos, el desafío será imaginar e inventar herramientas para construir lo que aún no ha sido inventado.
