Vende la casa, vende el auto, vende los niños.
Por Luciana Damiani

La verdad no es una categoría neutral, sino una construcción inseparable de las estructuras de poder que la sostienen. Hace un tiempo afirmábamos que Occidente atravesaba la era de la posverdad, un fenómeno sociocultural y político que describe un período en el que las emociones, las creencias y los gestos performativos adquieren más peso en la configuración de la opinión pública que los hechos verificables o el pensamiento crítico. Según algunos teóricos, desde la primera campaña y victoria de Donald Trump y el Brexit en 2016, vivimos un proceso de fragmentación social acelerado, atravesado por un vacío político y una radicalización discursiva que no es ingenua ni espontánea, sino cuidadosamente orquestada. El nuevo ecosistema informativo, moldeado por algoritmos, redes sociales y plataformas digitales, ha desdibujado los límites entre lo verdadero y lo falso, lo público y lo privado, lo individual y lo colectivo. La figura del sujeto político se reconfigura en un escenario propicio al quiebre de la matriz social y en menos de una década, el panorama se ha vuelto mucho más complejo. El término posverdad resulta insuficiente para reflexionar sobre este presente distópico.
Pero digamos que la situación es bastante más compleja y la responsabilidad no puede atribuírsele exclusivamente a la aceleración tecnológica y la hiperconectividad. Recordemos que la tecnología no tiene moral, no así quienes la diseñan, controlan e instrumentan. Vivimos en sistemas que, de una forma u otra, no han cumplido con las promesas democráticas del siglo XX y se han convertido en ideales anacrónicos poco creíbles. Estamos ante una crisis estructural, una transformación profunda de los marcos culturales, afectivos y políticos que reconfiguran nuestra vida y el futuro dejó de ser un horizonte común deseable. En un contexto donde la desigualdad y la precarización se profundizan día a día, y la individualidad parece postergar cualquier forma de construcción colectiva, es inevitable preguntarnos cómo llegamos hasta acá. Asistimos a una transformación radical del individuo en un escenario donde la ultraderecha ha sido —y sigue siendo— la que ha sabido capitalizar ese desencanto.

Josh Kline. Unemployed Journalist (Dave), 2018

El pasado 2 de mayo se llevó a cabo en Uruguay la "Derecha Fest", un evento realizado en el mega templo de la Iglesia Misión Vida para las Naciones. Se estima que hubo más de 1.500 participantes en esta convocatoria con entradas de $1.590 por persona. Un dato no menor, que no llamaría la atención si no se tratara de un espacio que, según lo establece la Constitución de la República, está exonerado de impuestos. Vale aclarar que esta exoneración se aplica a los bienes de cualquier institución religiosa destinados al culto, a obras asistenciales, educativas y/o deportivas. La ley no menciona actividades políticas ni de corte político-partidario, mucho menos si estas son aranceladas.
Entre los oradores de esta masiva reunión evangelista y libertaria se encontraban Javier Negre, Agustín Laje, Esteban Queimada y el pastor Jorge Márquez, entre otros. El pastor Jorge Márquez es el fundador y líder de la Iglesia Cristiana Pentecostal Misión Vida para las Naciones en Uruguay, una figura influyente dentro del movimiento evangelista y conservador, conocido por su postura contra los derechos LGBTQIA+. Javier Negre es un periodista español provocador y simpatizante de líderes de ultraderecha. Es fundador de "Estado de Alarma TV" y "La Derecha Diario" en Argentina (socio de Fernando Cerimedo, consultor político argentino conocido por su trabajo en campañas digitales para Javier Milei y Jair Bolsonaro). Agustín Laje es un escritor y politólogo argentino vinculado a La Libertad Avanza de Javier Milei, también conocido por su militancia contra los movimientos progresistas en Latinoamérica, con especial foco en los feminismos. Esteban Queimada es un periodista y comunicador uruguayo conocido por su estilo provocador y su postura crítica hacia el establishment. Según su propia descripción, se presenta como un comunicador "anarcocultural" y "anti-agenda woke".
El populismo y la ofensiva ultraconservadora ya no se ocultan. Ahora son virales, son cool, son performáticos. Atravesamos una situación peligrosa porque, aunque en el plano discursivo surgen distintos matices o justificaciones banales, en los hechos se evidencia el uso de la religión y su infraestructura con fines político-partidarios por parte de sectores profundamente radicalizados y violentos, que se amparan en la libertad de culto y de expresión para legitimar y amplificar discursos de odio.

No se trata de sacar conclusiones apresuradas, pero sí de hacernos las
preguntas acertadas. Más allá del espectáculo que representa la "Derecha Fest"
en Uruguay es urgente atender el contexto. Estamos en un momento bisagra, donde
los límites de lo admisible parecen haberse corrido.
En medio del barullo mediático y la saturación de información, todo tiende a
diluirse, pero las palabras se filtran y las acciones empiezan a cobrar
relevancia más allá de lo simbólico. Hay un corrimiento de la ventana de Overton (modelo desarrollado por Joseph
P. Overton que describe el rango de ideas que se consideran admisibles para una sociedad en un momento determinado),
y lo que hasta hace poco era impensable comienza a parecer aceptable, incluso
deseable. Ideas como el racismo, la xenofobia o el autoritarismo vuelven al
centro del debate público, no por accidente, sino como parte de una estrategia
que va desplazando los márgenes de lo decible y debatible. Así es que estamos
presenciando cómo ciertas ideas autoritarias, de lógicas fascistas que creíamos
superadas, se reconfiguran y regresan bajo nuevas formas y relatos.
En este escenario, la llamada agenda antiprogresista se presenta como una cruzada moral, una guerra santa contra lo "woke" que niega luchas históricas por la igualdad y los derechos conquistados. Se ridiculiza al feminismo, se demonizan las identidades disidentes, se racializa y discrimina, se asocian las políticas de inclusión con un supuesto "adoctrinamiento", entre otras cosas. Mientras tanto, se impone un discurso reaccionario que apela al "sentido común" como refugio ante el caos. Pero, ¿quién define ese sentido común? Lo común en este caso e históricamente responde a normas impuestas por el occidente blanco, patriarcal, heteronormativo, judeocristiano y colonizador. Normas que entran en tensión con todo aquello que queda por fuera de su estructura: aquello que ha sido sistemáticamente excluido. Y en nombre de ese orden que se entiende como perdido — que dicta cómo deben organizarse las sociedades— es que se rechaza todo lo que se percibe como "desorden": cualquier intento por diluir los márgenes y reparar siglos de exclusión, colonización, racismo, misoginia y extractivismo, entre muchas otras violencias históricas

Christopher Wool's "Apocalypse Now" (1988)
En 1988,
Christopher Wool creó la pintura Apocalypse Now: "Vende la casa. Vende
el auto. Vende a los niños". La frase proviene de la película de Francis Ford
Coppola y hace referencia a la carta que Colby le envía a su esposa en plena
guerra de Vietnam, luego de haberse unido a la comunidad "monstruosa" del coronel
Kurtz.
Letras negras, rígidas y desordenadas sobre un fondo blanco, apretadas como si el espacio
apenas pudiera contenerlas. Descontextualizadas, mutiladas y
contundentes, las palabras emergen como un manifiesto premonitorio, una
advertencia o un presagio ante la pérdida absoluta de sentido, esperanza y
pertenencia. Un mantra apocalíptico.
La
obra captura el sentimiento de desorientación y desesperanza de fines
de los
años 80, en un contexto de crisis económica, cultural y existencial.
El
pasado no vuelve, pero todo indica que hay ciclos en el desarrollo de
las
sociedades occidentales que inevitablemente nos llevan a un loop de
esquemas
violentos, reconfigurando así las matrices del poder y la vida colectiva.
Entonces, ¿cómo pensar alternativas sin caer en nostalgias paralizantes
ni en
utopías ingenuas? ¿Cómo reconstruir lo colectivo en un paisaje
discursivo
gobernado por el resentimiento y la desconfianza? ¿Cómo reinventarnos en
relación al bien común?
La crisis actual parece anunciar tiempos turbulentos. Es el síntoma de un desajuste profundo que nos obliga a cuestionar los conceptos fundacionales de nuestro tipo de sociedades. La democracia sigue siendo —en mi opinión— la mejor forma, la forma ideal para articular la convivencia social pero en el presente se muestra como una institución frágil y estéticamente poco atractiva frente al espectáculo permanente del antagonismo.
Ante los cambios vertiginosos y la puesta en marcha de estrategias deliberadas de caos, desinformación y fragmentación, surgen nuevos modos de subjetivación que desbordan las categorías tradicionales de lo social y se vuelve urgente revisar los viejos dogmas para reconfigurar nuestros sistemas de convivencia y soberanía.
El desafío no será restaurar lo que se perdió, sino animarnos a desarticular las ficciones heredadas y construir, desde los márgenes, otras formas de lo común.
